La diáspora de los jóvenes (3) – Daniel Pujol

Fuente: Edificación Cristiana

Frente a la diáspora de la juventud en las iglesias hay muchas interpretaciones pero principalmente  podríamos hacer mención de dos bloques. Uno es el que atribuye la responsabilidad a la iglesia local. El otro es el que atribuye la responsabilidad a los mismos jóvenes que se marchan. La que responsabiliza a la iglesia dice entre otras cosas que la congregación local no sabe conectar con los nuevos jóvenes porque no sabe hablar su mismo lenguaje y no es suficientemente madura para adaptarse a los nuevos tiempos y, por consecuencia, se produce un cisma. La otra interpretación, por el contrario, responsabiliza el joven de no querer saber nada de Dios y de querer solamente emociones y diversión  por lo que  si decide marcharse, será porque le interesa más aquello que le ofrece “el mundo” que aquello que le ofrece Dios.

Frente a estas dos interpretaciones ¿Cuál es el error más grande en el que podemos caer? Defender a capa y espada una de ellas. Es un error porque seguramente las dos interpretaciones tengan parte de verdad pero el gran problema es que ambas retroalimentan su contrariedad y separan aún más la conexión entre el joven y el resto de la comunidad local.

Vivencias

Hace un tiempo estuvimos haciendo un trabajo de reflexión sobre este asunto en una iglesia. Se trata de una congregación en la cual los jóvenes han ido saliendo en los últimos años y los que quedan se pueden contar con los dedos de una mano.

Hicimos unos grupos de trabajo y debate, y una de las preguntas que planteamos a los miembros de esa iglesia era la siguiente: “¿Por qué creéis que los jóvenes se van de la iglesia?”. A lo que alguien respondió diciendo: “¡Eso se lo deberían preguntar a ellos!”. Una iglesia que responde así a una pregunta como ésta, automáticamente cierra las puertas a la solución del problema. Porque la persona que respondió no dijo: “eso se lo deberíamos (nosotros) preguntar a ellos”, sino que rehusó toda responsabilidad diciendo: “eso se lo deberían (alguien) preguntar a ellos”. Mi pregunta es ¿quién se lo debería preguntar entonces?

Si consiguiéramos escucharnos a nosotros mismos un poco más, descubriríamos muchas cosas acerca de cómo hemos entendido las cuestiones de iglesia, familia y comunidad, y también de cómo vivimos la fe en medio del pueblo de Dios.

El tiempo pasó y pude volver a visitar esa iglesia. Era un domingo por la mañana y al llegar me senté al lado del único joven entre 16 y 18 años que quedaba. Recuerdo que la iglesia se levantó a una para cantar un himno. Yo me encontraba pensativo mientras escuchaba cantar a ese chico que tenía a mi lado. En mitad del cántico se me ocurrió preguntarle algo: “Oye, ¿tú crees en Dios?”. El joven no pudo evitar mirarme con cara de sorpresa y extrañado y me respondió: “Claro”. Entonces yo pensé para mis adentros: “Dani se te ha ido la olla”.

Al terminar la reunión ese chico quiso saber por qué le había hecho esa pregunta durante la reunión pues –según él-, le había dejado “rayado”. Yo le respondí: “Bueno… como nos hemos visto en otras ocasiones cantando y diciendo cosas tan fuertes al mismo Dios, pero no nos conocemos demasiado, he pensado en preguntártelo”. ¿Sabéis qué me dijo entonces? “Hombre… yo normalmente voy a la iglesia aunque el domingo pasado no pude venir…”. Y yo pregunto: ¿Qué tiene que ver la velocidad con el tocino? Y le dije, “no, tranquilo, si yo tampoco fui el domingo pasado”. Y me dijo: “Bueno, en realidad, si te soy sincero, yo sí que creo en Dios pero… tengo mis dudas”.

En 17 o 18 años que llevaba ese joven en la iglesia ¿nadie pensó en preguntarle si entendía lo que cantaba?

Los evangélicos conocemos muy bien la teoría. Por ejemplo, sabemos que uno no es salvo por el simple hecho de que asista regularmente a los cultos. Por el contrario parece que las alarmas no se encienden entre nosotros hasta que uno deja de asistir a nuestras reuniones. Entonces comenzamos a orar por tal persona, se le llama y se pone de manifiesto una preocupación por su vida alegando que se está “apartando” o está “dejando” las cosas de Dios.

Pero voy a seguir contándoos qué sucedió con este chico que sí asistía regularmente a todas las reuniones y campamentos evangélicos. Después de haber confesado sus dudas respecto a su fe, fijamos una fecha para vernos y tomar algo. Mientras paseábamos por un parque, el chico se abrió en confianza y comenzó a contarme muchas de sus preocupaciones internas y dificultades que había vivido en el último año, me brindó toda esa confianza por el simple hecho de haber mostrado algo de interés por su vida y no para soltarle un sermón (que ya lo tenía cada domingo).

¿Qué es interesarse por alguien? No es esperar que aquél que marchó hace años un día se atreva a entrar otra vez por la puerta de la iglesia y así cuando aparezca, poderle preguntar dos cosas: la primera ¿Qué tal estás? Y antes de que haya terminado de respondernos, la segunda: ¿Qué tal tu relación con Dios?

Analicemos primeramente qué hace una persona cuando llega a la iglesia después de muchos años de haberse ido. ¿Se sienta al principio del todo? No. Lo hace al final. Y si puede cuando ya ha comenzado la reunión. Es decir, que quiere pasar desapercibida aunque su inquietud por Dios le haya dado la valentía suficiente para volver.

Deberíamos hacer introspección y veríamos que, a veces, llega a ser más difícil para la persona que se marchó volver a una iglesia, que la congregación de la tal decida a salir fuera a evangelizar a los que se pierden. Luego, si nosotros comenzamos a hacer preguntas a esta persona sobre su relación con Dios en medio de un centenar de ojos que lo único que hacen es seguir de cerca al bienvenido para encontrar su oportunidad y hacerle exactamente la misma pregunta, estamos convirtiendo a la persona en aquello que precisamente no quería ser: ¡el centro de atención de toda una congregación! La situación perfecta para terminar de ahuyentar a esta persona y no volverla a ver.

Pero ¿qué debe hacer la iglesia? ¡Debe ser valiente! ¡Debemos ser valientes! ¿Nos preocupa realmente alguien? Entonces vayamos por esa persona fuera del ámbito religioso. Que la persona vea que realmente somos capaces de levantar nuestro trasero del sofá para pasar un tiempo con ella y tomar un café en uno de los miles de bares que inundan la ciudad. La iglesia debe emprender acción valiente pues ya lo dijo Jesús: “las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”(1)  ¿Quién toma la ofensiva?

Padres

El hecho de que los jóvenes dejen de asistir a la iglesia no quiere decir que estos no tengan inquietudes espirituales auténticas. Pero tampoco el hecho de que algunos se queden quiere decir que anden en la Verdad. En Dios hay esperanza pero también necesitamos arreglar algunos asuntos con Él.

En los últimos veinte o treinta años, según mi parecer, tal vez hemos hecho un énfasis desproporcionado o poco sano cuanto a la necesidad de la asistencia a los cultos o reuniones. Insisto, la asistencia de una persona a una reunión puede ser evidencia de que la persona ha conocido a Dios. Pero puede no serlo. Es lo mismo que sucede en otros asuntos. Por ejemplo, entendemos que una congregación que tiene vida es una congregación que se mueve mucho y que está en continua actividad (veamos Hechos de los Apóstoles). Luego, como sabemos que es así, nos ponemos a hacer mil cosas con el barrio, la iglesia, grupos, cursos y actividades más allá de nuestras fuerzas. Y el orden siempre fue el inverso. Es la vida aquello que nos lleva a la acción. Y en este caso, el orden de los factores sí altera el producto.

Permitidme otro ejemplo haciendo referencia a las Escrituras. Jesús dice en Juan 14: “El que me ama, guarda mis mandamientos”, y de repente todos ponemos el énfasis en guardar mandamientos. Pero Jesús dice esto para que reconozcamos a aquellos que le aman de verdad. No porque cumpliendo los mandamientos terminemos amándole, pues si lo hacemos de esta manera volveremos a poner el énfasis en la Ley y no en Cristo. Lo primero debe ser entregar toda nuestra mente, alma y espíritu en amar a Jesús por encima de todas las cosas y luego ya veremos cuáles son las evidencias. Entender esto es muy necesario si no queremos caer en religiosidad.

En este sentido hemos intentado por muchas veces ver a nuestros hijos en posiciones de colaboración y responsabilidad dentro de la iglesia local. Habitualmente los padres se enorgullecen de que su hijo vaya a las reuniones de los jóvenes, adquiera compromisos en la escuela dominical, cante en el coro, toque la batería o lleve al grupo de adolescentes. Sin embargo, con el paso del tiempo muchos han terminado dejándolo todo. Y hay algo curioso en todo esto. Cuando nuestros jóvenes se marchan reproducimos un mecanismo muy similar en todos los casos. Les dejamos con una frase teológicamente inmaculada que reza lo siguiente: “hijo, recuerda que lo más importante es tu relación con Dios”. La pregunta es: ¿Decimos esta frase para consuelo de ellos o para nuestro consuelo? Porque si la relación con Dios es lo más importante ¿Por qué hemos esperado a este momento para decírselo? Por qué no les dijimos: “veo bien que cantes en el coro pero recuerda que la relación que tengas con Dios es lo más importante. Puede que toques la batería pero recuerda que lo más importante es la relación con Dios. Haces bien en venir cada domingo a la iglesia pero recuerda que esto no salva, porque la relación que tu tengas cada día con Dios es lo más importante”.

Evidentemente tras haber dicho esto algún padre puede sentirse ofendido porque probablemente siempre explicó a sus hijos que lo más importante en la vida era la relación con Dios. Pero, aun así, debemos recordar algo más: hay cosas que no se transmiten a través de las palabras, sino de la propia vivencia. No es cuestión de si hemos dicho a nuestros hijos que la relación con Dios es lo más importante sino si ellos lo vieron en nosotros.

No hay método. No hay fórmula.

En contrapunto a lo que hemos explicado, hay que dejar claro que la fe nunca ha sido ni será una ciencia matemática exacta. La fe es una ciencia justa y pura pero no matemática. La fe de otro, aunque sea nuestro hijo, nunca va a depender de nosotros en última instancia.  Podremos dar ideas, guías, consejos, pero nunca tendremos un método, un libro o un manual que arregle estas cosas. No hay fórmulas.

Digo esto porque los padres pueden llegar a soportar muchas cosas en la vida pero cuando un hijo les es tocado o decide por sí mismo seguir otro camino, eso siempre va a tambalear a aquellos que le vieron crecer.  Cuando sucede algo así, la primera pregunta que se hacen unos padres es “¿Por qué?”. La segunda es: “¿En qué he fallado?”.

A veces solemos buscar soluciones a modo de manual pero tal manual no existe. Y seguramente, si todo dependiera de una fórmula, tampoco Jesús hubiera venido a esta tierra. Nuestro margen de acción siempre será limitado, porque el andar o no en los caminos de Dios no es sólo una cuestión humana sino espiritual.

Dios no quiere que busquemos fórmulas o manuales, Dios quiere que le busquemos a Él. Porque Él es la fuente de vida. Por eso he dicho y sigo diciendo que toda desgracia puede significar, a la vez, una oportunidad para volvernos a Dios individualmente y también como congregación. O ¿qué dijo Dios al pueblo de Israel por medio del profeta Amós? “maté a espada a vuestros jóvenes (…) pero no os habéis vuelto a mí –declara el Señor”(2).

Estas situaciones pueden ser y son una oportunidad para todos nosotros y, en consecuencia, para los demás también. Porque la gente no rechaza la vida. Si nosotros tenemos vida la gente querrá tener aquello que nosotros tenemos y nuestros hijos también.

Por lo tanto, como iglesia y también de forma individual, debemos parar y revisarnos delante de Dios y volvernos a Él de todo corazón y con todas nuestras fuerzas. Pero no decidamos buscar a Dios a cambio de algún beneficio en esta tierra porque Él no ha asegurado su recompensa en esta vida sino en la siguiente.

(1) Mateo 16:18

(2) Amós 4:10

Anteriores de la serie:

1. La diáspora de los jóvenes (1)

2. La diáspora de los jóvenes (2)

 

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